En memoria de Nino, Mª José, Rafael, Javier y Alfonso, mis queridos muertos a quienes, por su temprana edad, aún no les tocaba.
La muerte es el auténtico esperpento, la broma del azar de peor gusto, la putada más grande.
Admiro y envidio a quienes están convencidos de que morir significa "resucitar", acceder a la vida eterna, conseguir llegar al paraíso junto al Padre, liberarnos del peso de la terrenalidad. Yo soy de esos pobres de corazón a quien la fe no les ha tocado, que sufren -sufrimos- una pena infinita, una tristeza incontrolable cuando los que habitan nuestro corazón se van tan pronto, sin que sea su deseo abandonarnos sin más. Y sufro con todos los que se van, pero asumo que nacemos, vivimos y morimos irremediablemente; sin embargo, me cuesta encajar que la muerte sobrevenga antes del plazo implícitamente pactado con la vida.
Hoy, en esto coincido con la iglesia, es nuestro Viernes Santo. El dolor ha vuelto a empañar nuestras vidas y de qué modo. La razón no da respuesta a este sinsentido. Y la fe, como la lotería, la tiene sin saber por qué razón, aquel al que le cae en suerte.
Con mi último muerto, vuelven al presente mis muertos tempranos, se actualizan, y el penoso duelo se quintuplica. Es difícil hacer frente a la batalla. Es un nuevo puñetazo directo a la boca del estómago, al centro mismo del corazón, a la región más honda del alma. Alguna de las anteriores debió dejarme K.O., ya sin recursos para reaccionar. Necesito un fuerte antihistamínico, un potente antiinflamatorio que reduzca la lesión. El tiempo pasará y de nuevo me acostumbraré a convivir con el dolor, a esa insistencia inútil en instalar en nuestro software el término "olvido", a esa pasión inútil en suturar las grietas del corazón.
Este es el peor esperpento que escribo. La ironía ha fallecido como mis muertos y el escozor se ha instalado en estas líneas.
¡¡Descansen en paz los que se van
y los que nos quedamos!!